lunes, 30 de marzo de 2009

ASÍ SEA

          La enfermera cuelga la bolsa en lo alto de la vara metálica adosada a la camilla, luego manipula del vía, conecta la bolsa. El hombre de barba siente la entrada del líquido en su cuerpo, algo frío, suave, algo que va secando su sed.
          - Bueno, esto ya está – dice la enfermera.
          Y se va. Y el hombre desnudo se queda solo, otra vez, en medio del ir y venir de los médicos, enfermeros, camilleros, etc. Al lado sigue aquella mujer teñida de rubio, oye su respiración, pero él no quiere mirar, tiene miedo de mirar. Por su derecha entra una camilla más. Va en ella otra mujer: la cara blanca, como los azulejos de la pared, los labios calizos, como los de los muertos. El hombre sigue el movimiento de esa camilla. La ponen a su izquierda, corren una cortina verde, para que no vea. Oye las voces del médico y de la enfermera, al otro lado.
          - Despiértala – dice la voz del hombre.
          - María, María, venga, no te hagas la remolona, abre los ojos.
          Nace la voz cansada de una enferma. Luego sube hasta el techo, como un eco, algo ininteligible que rebota y llega a los oídos del hombre de la barba, del hombre solo.
          - No se quiere despertar – dice la voz de la mujer.
          - Es lógico, el sueño anestésico es dulce. Déjame.
          Se oyen una serie de cachetes mientras la voz del hombre habla:
          - María, venga, despiértese ya. Ya es hora de volver.
          - No me pegue – dice la enferma.
          - Es hora de despertar, abra los ojos.
          En esto llega el cirujano que va a operar a nuestro hombre. Va vestido con una bata verde sobre una camisa blanca, a cuadros grandes, con chanclos envueltos en bolsas de plástico transparente, a juego con la bata. En la cabeza también lleva un gorro de plástico transparente en verde. El médico sonríe bajo las gafas y el bigotito. Los ojos son pequeños, brillantes, con una viveza que llama la atención.
          - Hola, ¿nervioso?
          - No – dice del hombre -; bueno algo sí.
          - Venga, tranquilo, que esto es nada; ya verás como toda va a ir muy bien. ¿Cuántas veces te han preguntado qué pierna es?
          - No sé, unas cuantas, desde luego.
          - Y las que te quedan. Tómatelo con calma. Te falta el anestesista, las enfermeras de quirófano, etc. Es que nos queremos asegurar bien, para que no nos equivoquemos, y cortemos por lo sano.
          - Vale – dice el paciente.
          - Enseguida vendrán por ti. En unos minutos empezamos.
          - Bien.
          Y se va. El cirujano, ese hombre que apenas ocupa nada, delgado, de poco pelo y poca altura, ese médico con el que ha realizado todas las pruebas médica previas, se va; y le deja solo, allí en medio del frío de la nada.
          Al rato llega el camillero, le arrastra, le empuja por ese pasillo de azulejos blancos y techo rosado, camino del quirófano. La segunda puerta a la derecha. Entra. El hombre de barba siente la asepsia flotando en el aire, como una bofetada. Hay tres o cuatro mujeres vestidas de blanco, y muchas máquinas. En el centro, la mesa de operaciones, sobre un desagüe. De pronto siente frío; de pronto recuerda que está desnudo, bajo la manta, dentro de la bata negra semitransparente.
“No será nada, todo el mundo dice que no será nada”, piensa.
          
- Así sea – dice.


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