viernes, 27 de marzo de 2009

EMPIEZA EL BAILE

Documento sin título
          El techo del pasillo de esta planta del hospital son planchas de poliestireno expandido de un metro cuadrado, unas al lado de otras, sobre las barras metálicas pintadas de blanco que las sostienen. Las paredes del pasillo de esta planta del hospital son de un amarillo oscuro, un color empañado por el paso del tiempo. La luz baja hasta los ojos del hombre desde los fluorescentes, blanca y fría. El pasillo termina. La puerta está abierta. El rellano del primer piso de este hospital, visto así, desde la camilla en la que le transportan, es sólo un techo distinto, sin rugosidades, más sólido, más de casa convencional, pintado de blanco. El techo del ascensor es metálico: una rejilla que brilla bajo la luz de un fluorescente. Hay en el ascensor una chica de color con una bata blanca. El camillero, también con bata del mismo color, pulsa un número y ella protesta.
     - Perdona – dice él -, ¿a qué piso?
     - Ya nada. Iba abajo. Ahora subo; ya bajaré – contesta ella.
     - Perdón – dice él.
     - Nada. No tiene importancia.
     El hombre de la barba, desnudo bajo la manta, dentro de la transparente bata negra sin mangas, mira la puerta cerrada del ascensor. Hay como una mancha en medio de ella, como un guiño de oscuridad aceitosa. Él mira, la mira; se sorprende. Ni parpadea siquiera cuando ve el rostro de Gandalf. Los ojos divertidos, bajo el sombrero, con una mota de tristeza o de preocupación. “No es nada. No será nada”, dice. Da una chupada a su pipa, le echa el humo a la cara y desaparece. El paciente tose, se atraganta con el humo.
          - ¿Está bien? – pregunta el camillero.
          - Sí, sólo ha sido un ataque de tos.
          - ¿No estará constipado?
          - No, no, estoy bien.
          Salen del ascensor, entran en el pasillo que hay a la izquierda. Las paredes van cubiertas por entero de azulejos blancos, el techo es pastel, rosado, también con fluorescentes blancos sobre rejilla. Hay un ir y venir de mucha gente vestida de blanco, tras la puerta, en todo el rellano en el que están ahora. El camillero se va y le deja allí en medio, a solas con la marea de gente. El hombre de barba mira el ir y venir de los de blanco, profesionales de quirófano que van a la suyo, centrados en su trabajo. Por su derecha aparece una camilla. En ella va una mujer de unos cuarenta años, pelo teñido de rubio, cejas negras, labios sin pintar, ojos azules, con una brizna de ahogo o de angustia en forma de lunar, sobre el párpado. Según pasa, le sonríe. Él le devuelve la sonrisa. La ponen a su lado, a la izquierda, casi camilla con camilla; pero él no se atreve a mirar, ni a decir nada. Tiene los ojos esparcidos por el techo. “No es nada. No será nada”, dice ahora la voz de Frodo, esa voz amiga, todo tranquilidad, que viene de su izquierda, quizás de la boca de la mujer.
          Pero él no se mueve. Está quieto, clavado en su sitio de espera. Llega una mujer y deja sobre sus pies la bolsa con los informes, sus informes. Va bien peinada, maquillada incluso, sonríe.
          - ¿Señor de barba, qué pierna es? – pregunta.
          - La derecha.
           - ¿Le han pinchado ya?
           - No.
           - Bueno pues eso lo arreglamos enseguida.
          Se va, da media vuelta; se va. Y él se siente otra vez así, sólo, inmóvil. Mira al techo, mira a la derecha. El suelo también es de azulejo, blanco, con un desagüe muy grande en el centro del rellano. Le duelen los ojos de tanto blanco. Los cierra. Hasta esa oscuridad llegan sus hijos: Carlos Marzal, Igaú, Fermín de Pas, Teresa Dual, María. “No es nada. No será nada; padre”, dicen todo, a coro. Pero él no aguanta, no le gustan esas palabras. Abre otra vez los ojos.
          - Bueno, Señor de la barba, ahora le vamos a hacer un poquito de daño. ¿Está preparado?
          El paciente ve la aguja, el tuvo de plástico, la llave. Comprende.
          - Sí – dice -, adelante.
          La mujer de blanco le toma la mano izquierda, busca la vena en el dorso de la mano. Introduce la aguja. El hombre de barba sigue quieto, ni una mueca. Pero ella sabe que él está tenso. Luego fija la vía con un esparadrapo.
          - Bueno, pues esto ya está. Y ahora – dice con una voz jovial -, a ¡comer! ¿A que tiene hambre?
         - No – dice el paciente - ya no.
          - Bueno, pues hay que comer, un chuletón; pero de estos claro.
          Y le muestra una bolsa de suero. La primera bolsa de suero que le han goteado en su vida.

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