lunes, 27 de abril de 2009

LA OSCURIDAD ROTA

          Hay tres mujeres más vestidas de blanco. Una al fondo de la sala, detrás de un teclado de ordenador, de pie, repasando los papeles de los resultados médicos; la otra al otro lado de la mesa de operaciones, y la tercera va de acá para allá, ora con esta máquina, ora con aquella. El camillero arrima la camilla en la que él va a la mesa de operaciones.
          - Échese un poco a su derecha – dice.
          Y él lo hace, sumiso.
          - Un poco más, por favor – vuelve a decir.
          Y él lo hace, sumiso.
         Luego el camillero se va. Se marcha y a su izquierda queda de pronto un vacío, un vacío que cae hasta el suelo a un metro y medio de altura. Pero enseguida llega un hombre de blanco, con grandes bigotes, cara chupada por los años, alto, serio.
           Soy su anestesista – dice.
          - Hola – dice el hombre desnudo.
          - ¿Qué tal? – pregunta el hombre.
          - Bien – dice el paciente.
         El anestesista sale de su campo visual, hacia el fondo de la sala, quizás hacia la enfermera del fondo, la que está detrás del teclado. El hombre de la barba tiene los ojos puestos en el techo que es una mancha gris de tonalidades varias. No piensa nada. Está en blanco, completamente en blanco, como si fuera sólo eso, esa carne sobre la mesa. Por la derecha se asoma el rostro de la enfermera. Tiene la cara rechoncha, con el pelo recogido. Es joven, no más de treinta. Sonríe.
         - Bueno, y ¿qué le pasa a este señor tan serio?
         - Nada.
          - Vale. ¿Está tranquilo?
          - Sí – dice el hombre.
          - ¿De qué pierna le vamos a operar?
         - De la derecha.
          - Bueno, pues póngase del costado derecho.
         Y él lo hace, sumiso.
          - Bien, muy bien – dice ella -. Y ahora dóbleme las rodillas y apriételas sobre el vientre.
          Y él lo hace, sumiso.
          - Bien, así; un poquito más.
          Y siente que unas manos le ayudan en su movimiento.
          - ¿Está preparado? – dice la voz de hombre del anestesista, a su espalda.
          - Sí – contesta él.
           - Un pinchacito sólo – continúa.
          Y siente un pinchazo en la columna vertebral, no muy fuerte, casi un suspiro. Luego nada. Y seguidamente le ponen boca arriba. Él ya no piensa que está desnudo, ya no tiene vergüenza. Él sabe que está desnudo y no le importa. Él ya no es él. Es sólo esa carne sobre la mesa.
          - Ahora sentirá un poco calor, muy tibio – dice el anestesista.
          Y al rato:

          ¿Lo siente?
          - No – dice él.
          - Está nervioso, ¿verdad?
          - Sí, un poco.
          - No se preocupe, con esto lo estará.
          Y siente en la vía que tiene en la mano izquierda la entrada de un líquido, fresco. Luego se centra en los latidos de su corazón que han ido acelerándose. Los oye en la máquina que está cerca de su cabeza, en un ángulo al que no llegan sus ojos. Los oye calmarse. Luego se siente extraño. De cadera para abajo no puede moverse, es como si le hubieran metido en un bloque de hormigón armado. No duele, pero no puede moverse. Entonces llega la voz del cirujano, esa voz amiga.
          - Bueno, pues vamos a empezar. ¿Quieres ver la operación?
          - Sí, claro – dice el hombre.
         - Mira a esa pantalla que tienes a tu izquierda.
         Y ahí está. En donde estuvo el vacío, y luego el anestesista, hay ahora un monitor. Está apagado. Llega la enfermera de la cara rechoncha. Lo enciende. Y de pronto él ve.
         Hay líquido, como un fondo marino, y como unas algas meciéndose con la marea. Colores cálidos. Hay un muro a la izquierda, y otro a la derecha, que se van acercando en la lejanía, en donde está la oscuridad. Allí hay una franja oscura, rota por la mitad, en forma de sierra. El hombre de la barba comprende que esa oscuridad es el menisco partido, el que le hace tanto daño al caminar. No se equivoca.
        - Sí que estaba partido – dice el cirujano - ¿Lo ves? Aquí, y aquí. Bueno pues vamos a quitarlo.
         Y el hombre ve unas pinzas como las que utiliza su mujer para quitarse el pelo molesto de entre las cejas, las ve acercarse a la oscuridad. La cogen. Tiran de ella. Pero no. Las aguas se enturbian por un momento. Todo se oscurece.
         - La extractora – dice el cirujano.
         Y todo se vuelve de nuevo aguas claras. Pero la oscuridad rota sigue allí, al fondo de todo.
         - Habrá que cortar – dice alguien.
         - No, otro intento – dice el cirujano.
         Y el hombre ve de nuevo las pinzas. Esta vez sí. Esta vez la oscuridad se derrumba. Primero la parte izquierda. Luego la derecha. De nuevo las aguas turbias. De nuevo la extractora.
         - Bueno, esto ya está – dice el cirujano -. Vamos a darnos un paseo por tu rodilla, a ver qué hay en el otro lado.
Las imágenes de la cámara en movimiento. En el otro lado la oscuridad del menisco está bien, entera, sin estrías.
         - Bueno, cerrar – dice el cirujano.
         - Ya está, Santiago.
          Y el hombre de barba llamado Santiago quiere levantarse, pero no puede, su cuerpo, de cintura para abajo, sigue metido en ese pozo de inmovilidad. No siente dolor. Acaso sólo ese dolor en la cabeza de saberse así, imposibilitado, en manos de unos perfectos desconocidos.

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