martes, 5 de mayo de 2009

AMNESIA

Para María Jesús Campos.
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          Estábamos en El Arroyo de la Miel, bajo el toro-hombre-alado, esperando a María Jesús. Eran apenas las once de la mañana de aquel dos de mayo. El sol calentaba desde lo alto. El aire fresco y salado se movía a buen ritmo, en la sombra. Ella llegó con sus ojos azules, su cara pecosa, su cabello tostado, su blusa blanca y negra, sus pantalones, su sonrisa. Nos reconocimos al instante. Le presenté a mi esposa.
          Enfilamos hacia su estudio. Íbamos charlando, pero no recuerdo de qué. Era un décimo piso. Había una cama amplia, a la derecha, vestida con colores cálidos, bajo una pared atestada de cuadros: óleo, acrílico, gravados… Antes de que ella levantara la persiana y viésemos el arco de la mar, y los azules juntándose en lontananza, le entregué el paquete que traía en la mano. Ella, de los nervios, apenas pudo abrirlo. Rompió el papel, nerviosa, ayudándose con una tijera. Vio los libros, su dibujo de adolescente en la portada; lo vio, y la cara se le iluminó de felicidad. Sonrió. Nos miró, volvió a sonreír, abrazada a los libros: era una niña con zapatos nuevos.
          Cruzamos algunas palabras que no recuerdo. Había una mesa redonda y unas sillas de mimbre, en una pequeña terraza cerrada con aluminio y cristal. Nos sentamos, vimos sus dibujos. Ella abrió una jamba de la ventana corredera y olimos el aire de la mar. Las líneas, los puntos, allí; sobre el papel blanco. Luego los gravados, las cuatro estaciones, los cuatro óvalos. No sé por qué salió el tema de la esencia de todo arte. Lo mentó ella, creo. Su profesor, en el taller, lo decía: “… y si”. Y yo le dije que era verdad, que los escritores también utilizábamos ese recurso. Y ahí, precisamente, como un ejercicio, entré en materia, a ver qué me respondía.
          - La Cenicienta se casó con el príncipe, sí. Y fueron felices, y comieron perdices. Durante mucho tiempo. Pero el príncipe, cuando fue rey, como todo rey que se precie, quiso ampliar sus dominios y mandó un cohete a Marte. Se hicieron los preparativos y rey y reina emigraron al nuevo planeta. Y claro, allí, no hay perdices. Y el rey tenía que comer perdices, cada día, que para eso era quien era. Así que, desesperado, salió a pasear; y paseó, y paseó, y paseó. Hacía largas caminatas, sí. Hasta que un día se fue y no volvió…Y aquí está el problema de nuestro tiempo, el irresoluble problema de nuestro tiempo: la soledad.
          Pero ella no dijo nada, no sabía de qué le estaba hablando. Luego bajamos, nosotros también, a dar un paseo por el parque, bajo la luz hiriente de este sol tan próximo. Vimos los pavos reales, las gallinas con sus poyuelos alrededor, los conejos, el avestruz. Ella nos fue mostrando pequeñas viñetas de su vida, una vida que llevaba inexorablemente a aquello, a la altura quieta y distante de un décimo piso. Nosotros a ella también le dimos detalles de nuestra existencia, más de lo público que de lo privado; sólo media vida. Nos reservamos, como es obvio, nuestros días en el planeta rojo.
          Para cuando subimos al coche en busca de un lugar en el que comer, ya éramos viejos amigos. Ella seguía sin comprender. Había que insistir. Y fue en la comida, cuando hablábamos de la hermosura de la mar y del entorno que nos acogía, cuando sentíamos la contundencia de la terraza bajo los árboles, y la brisa salitrada, y el pescado frito, y la paz, y casi la felicidad, que yo le dije lo que había venido decirle.
          - Pues él se lo pierde, esta belleza; que allá, en Marte, no hay nada de esto. Y lo más importante de todo. La Cenicienta se cansó de aquel desolado paisaje, se cansó de esperar el retorno del rey. Y claro, decidió escapar de aquella cárcel de ausencia. Y se vino a esconder aquí, al lado seco del arco del mar en el que se apoya Benalmádena. Sí, amiga mía, La Cenicienta está aquí, entre la gente, como una más. Y se llama, precisamente, María Jesús Campos.
          Ella sonrió, de nuevo, un poco aturdida. Dio una chupada nerviosa del pitillo y reconoció que esa mezcla de realidad y ficción era muy ingeniosa para un piropo; pero nada más. Ella no dijo nada, no sabía de qué le estaba hablando.





          Mi esposa, en cambio, sí.
          - Amnesia – dijo.

2 comentarios:

  1. Jajaja, ¡así que "Cenicienta"!, vale, vale, con tal de que no tenga que volver a las doce a casa... jajaja.
    Gracias, Santiago, me ha gustado mucho la crónica de ese precioso día en el que pude disfrutar de vuestra compañía, sobre todo, que te hayas parado a escribirla; me parece preciosa. Ya te escribiré yo algo también como respuesta, pero es que lo tengo que pensar y "hoy no me toca".
    Este comentario es sólo para decirte que la he leído y estamos en contacto.
    Muchos besos del gran toro alado, y míos también.

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  2. De vez en cuando conviene recordar que aprendimos a leer con los cuentos infantiles. Entonces la vida si que estaba de verdad en los sueños. Ahora son los sueños los que se agarran a la vida. De vez en cuando nos mezclamos con lo que fuimos o intentamos ser. Y la amnesia deja de ser un muro donde rebota el corazón.

    Port

    Port

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