lunes, 13 de julio de 2009

Diario interlunar




     Y la palabra, lo único que nos diferencia de los animales, se utiliza también para defender posiciones de privilegio, para adorar a esos falsos dioses que son el inicio de nuestras tragedias.
     Inventaron el turismo, que es irse lejos de donde sufres tu pequeña vida insignificante para vivir como ellos, los dioses, para llegar al hotel de cinco estrellas y que te pongan la pulsera de “cerdo come cuanto quieras”, para ver la media luna sobre las torres de los minaretes y recordar que Alá es el único, para entrar en las medinas, en esas calles estrechas, malolientes, con antros que llaman bazares, carnicerías con moscas, barato, todo muy barato; para entrar en el viejo juego del regateo, con ellos que no tienen más que ese don de venderte brillos imposibles, a ti, el adinerado, el hombre que vive en ese mundo idílico llamado Europa. Escuchar una historia que viene de lejos, Aníbal, y ver el pie seccionado de Apolo bajo una cúpula árabe, amarillo oro, sobre esas paredes revestidas de mosaicos romanos. También las termas de Antonino sobre las cenizas de Cartago, pueblo azul y blanco, por la tarde: y la playa, la piscina, el calor, los mosquitos… y luego esa África profunda, como si de un espectáculo se tratara: la extensión inabarcable del lago salado, un paseo en dromedario al atardecer, con la broma del caballero negro, el indomable, el tuareg, o sea el hombre libre; y el desierto en el que se rodó parte de “La Guerra de las Galaxias”, las casas trogloditas, la resistencia berebere, la foto con la señora que muele el grano a mano, con un molido de piedra, y el pueblo en el que se rodó “El paciente inglés”, con sus acantilados, su agua que brota de la arena. La mujer con velo, vestida de negro bajo un sol que calienta muy por encima de los cuarenta grados, la cena con espectáculo de caballos, escorpiones, serpientes encantadas y el baile del vientre: esas cuatro jóvenes salidas de las “Mil y una noches”, tan reales que parecen de verdad, que sonríen y sudan y te sacan a bailar. El muchacho moreno montado en un carro con ruedas de automóvil que arrastra una mula torda; y el palmeral, ese tesoro del desierto, el licor de palmera, el dátil…
      Y todo esto sin mediar palabra. Sólo escuchar el árabe, como un canto de golondrinas, o el francés, como una caricia cómplice, o el alemán, el dios inglés, omnipresente. La palabra es sólo aliento expelido, algo de adentro que vuelve al lugar del que procede, el aire, esta prisión que nos envuelve.