domingo, 21 de marzo de 2010

CERRADO POR DESCANSO


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Ibiza 1
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     Ibiza estaba cerrada por descanso.
     Aterrizamos a la hora prevista. Salimos del aeropuerto, un edificio de dos plantas de más de doscientos metros de largo, con lo puesto y un bolso de mano. Tomamos un taxi. Los diecisiete kilómetros pasaron en silencio. La carretera era de doble sentido, llena de curvas, con un manto verde en las orillas pintarrajeado de margaritas. Más allá de las paredes de piedra estaban los árboles, la tierra fértil, la altura de la montaña y el bosque.

     El caserón se erguía en el centro mismo de Sant Antoni de Portmany, en el barrio antiguo. Había una reja delante de la explanada. Un timbre en la parte de adentro del muro, casi invisible. El cielo cubierto de nubes blancas. Tres escaleras subían a una explanada de más de seis metros de ancho. El edificio también era de dos pisos, con ventanas cubiertas por persianas pintadas de verde. En los extremos, las torres y las puertas de acceso. En la de la derecha había un letreo. Era recepción.
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     Ibiza estaba cerrada por descanso.
     Al otro lado del mostrador estaba Paco, el recepcionista, vestido todo de azul marino, regordete, de no más de cuarenta años. Nos recibió con una sonrisa serena. Detrás de él, a nuestra derecha, al otro lado de la cristalera, había una televisión. La pantalla mostraba distintos puntos del edificio. "Cámaras de seguridad", pensé. Nos pidió los documentos de identidad y rellenó el formulario de rigor; mientras iba hablando. Hablaba sin parar.

     Nos dio las llaves de la puerta de acceso al edificio y la de la reja de la calle.
     - No se olviden las llaves, que yo esta tarde, a las tres, cierro todas las puertas hasta el lunes. Sí, me tienen que pagar ahora. Entren y salgan cuando quieran. Pero cierren con llave, por su seguridad sobre todo. Ésta es la que abre el aparcamiento, mire tiene pila. Sí, cuando se vayan me dejan todo en el buzón. Venga, les mostraré su habitación.
     Un único pasillo de más de cien metros de profundidad, bien iluminado, recién pintado de pan tostado, suelo con baldosas blancas bien lustrada: sobrio, limpio. Pero hacía frío, ese frío húmedo de los edificios cerrados. Todas las puertas de acceso a las habitaciones, pintadas de verde oliva, tenían arcada. Nuestros pasos sonaban en aquella soledad como un insulto. Llegamos a un descansillo sin luz, con la manta de la penumbra puesta. En él se abría la otra puerta de acceso al exterior. Era casi una sala de estar. Sofás, mesa baja de cristal, lámpara isabelina con todas las luces apagadas. A la derecha había una escalera..
     

     Ibiza estaba cerrada por descanso..
     Nuestra habitación era la última, a la izquierda, frente al cuarto de los útiles de la limpieza. La puerta, de madera; ésta sin pintar de verde, pero barnizada. Cuando Paco abrió sentimos todavía con más nitidez la humedad. "Esto ha estado cerrado por algún tiempo", pensé. Entramos. Una sala de estar. Un cuarto de baño. Una alcoba con dos camas. Luego Paco se fue a sus quehaceres. Mientras le vi alejarse por el pasillo, no sé por qué se me vinieron a la cabeza las descripciones de otros pasillos, en otro hotel de ficción. Pensé en Stephen King y en su Resplandor de mil novecientos setenta y siete. Cerré los ojos. Los abrí, pero no vi la sangre inundando los pasillos.


Ibiza 2
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       Ibiza estaba cerrada por descanso. Y el norte no existía. 
       Era, por decir algo, un insignificante punto gris más allá del borde del acantilado. Un punto, o una mota sobre las olas de la mar, un eco indefinido que mutaba, ora plata, ora sangre, ora verde esmeralda; imitando siempre, fundiéndose siempre con el manto elegido por las aguas saladas para cada momento del día o de la noche.
       Luego, tras colocar la ropa en los armarios, volvimos a recepción. El pasillo seguía allí, largo, lustrado, silencioso, solitario, con aquella profundidad próxima al terror y aquel frío húmedo impregnando el aire. Eran apenas las nueve de la mañana. Paco nos indicó dos establecimientos cercanos en los que desayunar. "Las cocinas del hotel no abren hasta mayo", dijo en voz baja, como avergonzado. El primer de ellos era muy convencional, café y algo de bollería. El otro preparaba, además, tostadas - con tomate triturado, o con mantequilla, o con aceite -, y bocatas de bacón y queso; también alguna especialidad de la casa que no quisimos catar. Entramos en el segundo. El camarero en cuanto abrimos nuestro acento peninsular se deshizo en amabilidad. Más aún cuando le dijimos que nos enviaba Paco. Mantuvo, como es natural, su acento balear; pero la sonrisa se le salía continuamente de la cara y se le escabullía por los rincones del bar. Era una afectación servil exagerada, tanto o más que la interpretada por Agustín González hace años: "como el Gervasio en su hotel de Gijón", pensé. Resultaba incluso vomitiva. Todo estaba limpio, eso sí. Había también otros clientes que pronunciaban palabras incomprensibles.
       A las diez estábamos de vuelta en recepción. Llegó el director de la casa de vehículos de alquiler con el contrato en la mano. Nos dio también dos planos de Ibiza. "Hoy pueden ver esta zona", dijo. Y señaló la zona oeste, la más cercana. "Mañana, ésta otra", añadió. E hizo varios círculos en la zona este, la más lejana. "¡Ah! y no dejen nada en el coche. Aunque no vean a nadie. Es un consejo. No lo olviden", terminó. Luego sonó su teléfono. Nos dijo que tenía algún problema para traer el coche hasta nuestro hotel y que nos llevaría en el suyo hasta el depósito.
       Por el camino nos informó que en Sant Josep de sa Talaia era fiesta, el patrono del pueblo, que a las once y media había celebración eucarística, que venía el obispo a decir la misa, y que se reunirían todas las autoridades políticas y militares de las islas. El vehículo era de fabricación italiana, de última generación, con ordenador de a bordo y todo. Apenas sí tenía cuarenta mil kilómetros. Pero nos lo entregó sucio. La cerradura derecha estaba rota, y tenía un golpe bajo el espejo retrovisor izquierdo que dejaba el cableado al aire. "El polen, es el polen; los limpiamos y, al segundo, ya están sucios", dijo a modo de excusa. Queríamos ir a Sant Josep, a misa; y eran ya las once de la mañana. Así que no planteamos ninguna objeción, le pagamos los dos días de alquiler, firmamos el contrato, y nos pusimos en camino.
       En diez minutos habíamos aparcado en Sant Josep. La plaza principal del pueblo estaba adornada con banderitas. Había un bar abierto y algunos tenderetes con mercancía de baratillo. No así la farmacia. El día había abierto y lucía un sol cegador sobre un cielo claro manchado de nubes blancas. La gente, en la calle, vestida para la ocasión. Algunas mesas improvisadas con dulcería típica de la isla. Luego llegaron los gaiteros gallegos, con sus trajes negros y sus medias y camisas blancas; también la tamborrada de los ibicencos, vestidos de café con leche y camisas con chorreras. Todo el ruido del mundo en la plaza, frente a la puerta de la iglesia. Luego, dentro del templo, abarrotado, el catalán de la celebración y el castellano de la homilía
       A la una volvimos a la carretera, dirección Es Cubells. Las curvas de la carretera, las chumberas, los árboles. El silencio del campo, como en la infancia, como en las siestas extremeñas, cuando niño. La misma sensación de abandono. Nadie, no había nadie en ninguna parte.

       Ibiza estaba cerrada por descanso. Y el sur no existía. 
       Era, por decir algo, un insignificante punto gris más allá del borde del acantilado. Un punto, o una mota sobre las olas de la mar, un eco indefinido que mutaba, ora plata, ora sangre, ora verde esmeralda; imitando siempre, fundiéndose siempre con el manto elegido por las aguas saladas para cada momento del día o de la noche.


Ibiza 3
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       Ibiza estaba cerrada por descanso. Y el norte y el sur habían regresado del anonimato.
Cantaban como dos niños huérfanos, a gritos, apoyados en los extremos de la delgada vara de mimbre de catorce kilómetros que medía la tierra. 
       Como es natural llegamos a Es Cubells antes de darnos cuenta de lo que ocurría, antes de percatarnos que el depósito de gasolina estaba en las últimas. Había una ermita encalada, una vivienda particular, un bar con terraza cubierta en la que comían algunos ingleses, un parque para niños con suelo de goma, a este lado del acantilado, pero muy cerca del mismo, quizás demasiado, y un aparcamiento con más de cien plazas vacías. Nada más. Bueno, también el busto de un misionero sobre una roca, fundido con ella, y una inscripción en la que se daba fe de la gesta llevada a cabo por el personaje. Lo siento pero no recuerdo nada, ni un solo detalle. El cielo comenzaba a teñirse de ese color lechoso de los peores días del estío.

       Ibiza estaba cerrada por descanso. Y el norte y el sur habían regresado del anonimato. Alguien cimbreaba la vara de mimbre de catorce kilómetros que medía la tierra. 
       Había como el eco de un viento esposado en el aire. Y una tensión apenas perceptible. Dimos pues la vuelta. Volvimos a Sant Josep de sa Talaia, a darle de comer al vehículo. Fue después, cuando regresábamos a nuestro tiempo de ver mundo que decidimos bajar a Vista Alegre. Aparcamos a veinticinco metros de altura sobre el mar. Había una casa con las persianas bajadas. Un mirador sobre una playa desierta. Unas escaleras. La tierra roja y blanca con sombrero verde mirando la danza de las aguas. Bajamos los escalones, apartamos incluso alguna piedra caída de la frente de la tierra. Dejamos atrás el coche, solo, en el otero. Hicimos las fotos. Subimos las escaleras… Y allí estaban ellos. Tres chicos jóvenes. Se movían despacio, atraídos por el contenido del auto. Uno llevaba pantalón tejano, sandalias y un jersey a rayas horizontales en rojo y verde. El pelo, rizado. Los labios, carnosos. Miraba con unos ojos blancos incrustados en una cara tostada, sin parpadeo. "Sube al coche, Elena, deprisa", dije. Los otros también tenían pinta de africanos. Me recordaban un poco, por la lentitud de sus movimientos, al pausado pero persistente andar perdido de los muertos vivientes en la película del mismo nombre. Temí que se me pusieran delante y tuviera que atropellar a alguno para escapar. Pero no, se quedaron allí, mirándonos, como quien descubre de pronto que hay otras personas en el mundo.
       
       Ibiza estaba cerrada por descanso. Y el norte y el sur habían regresado. Jugaban ahora con la vara de mimbre de catorce kilómetros que medía la tierra. La subían por encima de sus cabezas y silbaban una canción antigua de arena y plomo. La bajaban hasta la cintura, y dejaban que la sal de la mar envuelta en viento entrara en nuestros corazones. 
       Llegamos, otra vez, a Es Cubells. Eran ya más de las tres de la tarde. Teníamos hambre. Entramos en el bar. Nos hubiera gustado sentarnos afuera, en la terraza, pero todas las mesas estaban ocupadas por ingleses, alemanes, gente de tez rosada y ojos azules, pantalones cortos, flores en el pecho. Sólo la voz violenta de algunos jóvenes intrépidos, de moto sin casco y cigarrillo en la boca, nos acercaba al corazón de España. No tenían menú del día, sólo raciones. Tomamos un bacalao encebollado y una lengua de toro tomatada, con una cerveza, una Coca-Cola y una botella de agua. Nos habíamos sentado a una mesa de madera rectangular, junto a la ventana que daba a la puerta de la ermita. En este lado, a nuestra espalda, había una cortina de tiras de plástico que mecía el viento. Al otro lado de esta corriente se adivinaba el patio interior de la vivienda: gallinas sueltas, bochorno, el perro dormitando. Veíamos también la trasera de la barra del bar: el fregadero lleno de platos y vasos sucios, la oscuridad del agua y el olor del jabón en su refriega con la grasa y los restos de comida. También, la máquina tragaperras, la de los helados, y, sobre todo, las caras de los otros hombres, con barba de varios días, negras de sol y huerta… Al otro lado de la ventana, tapando la puerta de la ermita, había dos hombres más, comiendo. La mesa era redonda, pintada de blanco. Los platos de cristal. Uno de ellos llevaba el pelo recogido con una goma. El otro, revuelto, engominado, saltando sobre la frente. Los dos con camisetas grises, con pantalones tejanos elásticos muy desgastados. Los dos debían sobrepasar el metro noventa con creces. El de nuestra derecha, el de la coleta, era más delgado. El otro, el de la izquierda, más viejo, con una incipiente preñez. Comían en silencio, se miraban con una confianza natural, como un matrimonio bien avenido.
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Ibiza 4

       Ibiza estaba cerrada por descanso. Y todas las carreteras acababan igual: o ante el portón cerrado de acceso a una propiedad privada, o ante la arena de la playa. Siempre el mar al fondo, como un escenario. 
       Nos pasamos el resto de la tarde bajo un cielo cambiante, sol, nubes blancas, nubes negras; cayeron incluso algunas gotas. Vimos la isla de Ízaro Films, o un doble, que estas cosas nunca se sabe: la perspectiva siempre tiene sus inconvenientes. Y, al final, como remate de este viaje al corazón de la isla, paramos en territorio comanche.
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       Ibiza estaba cerrada por descanso, con un mar cambiante al fondo, como un escenario. 
       Tras una curva vimos las distintas alturas de las piedras, los dibujos en el suelo, esa magia de lo primitivo tiñendo la luz difusa de la tarde. La luz era de una nitidez sobrenatural. El encuentro fue como un choque, como si de pronto hubiéramos caído en aquel campo de los setenta lleno de paz y amor, de yerba en los pulmones, de vivir de lo que diera el campo, fuera lo que fuera: ausentes de todo conflicto. Nos lo quedamos mirando mientras el coche seguía su camino. “Eso deben ser las reservas de los hippies”, pensé. Pero cuando nos dimos cuenta ya estábamos subiendo la cuesta, dejando atrás el misterio. Dimos la vuelta, desde luego. Aparcamos el coche fuera de la carretera, en tierra de nadie, en la entrada de arriba, como un insulto. El silencio era estremecedor. En los botes colgados de los árboles el viento pintaba sus lamentos, como una llamada de auxilio, como la sirena de una fábrica llamando a la huelga. Hice una veintena de fotos en poco más de tres minutos. Los árboles crecían verdes. La escalera de tierra subía, perfectamente delimitada por las ornamentadas columnas de piedra. Había algo sagrado frente a nosotros. Se palpaba. Elena también lo sintió. Dijo, vámonos, no me gusta esto. Unas fotos más, dije. Y en ese momento apareció un coche ranchera envuelto en el polvo del camino, al fondo, saliendo de entre los árboles. En él iban tres o cuatro hombres de larga cabellera. El que iba en el lado derecho delantero me miró directamente a los ojos, mientras yo continuaba paralizado, como poseído por una fuerza irracional, con la cámara de fotos en la mano, mientras el coche pasaba por delante de nosotros. Vi en sus ojos el corazón resignado, un poco orgulloso también, del indio de la película “Alguien voló sobre el nido del cuco”. Luego hice algunas fotos más. Le pedí a Elena que me hiciera una, en aquel lugar en el que todo hubiera sido posible. 


       Ibiza estaba cerrada por descanso, con un mar cambiante al fondo, como un escenario. 
       La noche en el caserón solitario pasó sin que cayera en el folio palabra alguna. Una noche sin sueños. Lo mismo que el sábado, un día que nació muerto. Pusimos el GPS. Llegamos en nada a Santa Eulària. De paso hacia Santa Carles de Peralta coincidimos con un viaje del INSERSO en la visita al mercadillo hippie, comimos en Sant Joan de Labritja, vimos las cuevas de cuyo nombre no me acuerdo, no es que no quiera, es que no acuerdo. Y otra vez el caserón. Otra noche sin sueños.

       Ibiza estaba cerrada por descanso, con un mar cambiante al fondo y abajo, bajo las alas del avión, como un escenario. 
       El domingo volvimos al aeropuerto. Atrás se quedaba, para siempre, el paseo nocturno por la playa en Sant Antonio de Portmany, la isla, el minúsculo corazón de la isla que una vez acariciaron nuestros corazones. Subimos, ascendimos. Entramos en un espacio blanco. Sólo aquella blancura. Nada abajo, nada arriba, nada a los lados. Sólo ese espacio cegador. Elena me dijo que tenía miedo. Yo le cogí la mano. Me la lleve a los labios. Le di un beso. No te preocupes, dije, esto es como el folio en blanco. Da un poco de miedo. Pero no es nada. Sólo este vapor de agua teñido que te ciega los ojos. Luego, de pronto, Madrid, desde arriba, quieta como una araña dormida.