sábado, 4 de septiembre de 2010

UNA SILLA PARA TI



       Te he comprado, hijo mío, una silla nueva para tu cuarto. Tiene cinco ruedas. Así podrás correr por la habitación de una pantalla a otra, de un ordenador a otro, sin necesidad de levantarte. Es de esas que tiene un muelle en el espaldar; una de esas pensadas para que el usuario no coja malas posturas. Me ha dicho el de la tienda que son las uniquitas para un muchacho como tú, que trabaja día y noche sentado, ante la pantalla; que a lo mejor te cuesta un poco, al principio, adaptarte… pero que a la larga es lo mejor. Me han cobrado el salario de un día entero, vamos noventa euros. Yo nunca tuve una silla así. Ya sabes, en aquellos tiempos no había estas máquinas modernas de hoy. Tampoco tuve nunca un cuarto para mí. La vida se vivía de otra manera. En invierno hacía frío, frío de veras, con nevadas de más de dos metros. La escuela estaba a más de un kilómetro, y había que ir andando, todos los días. A veces te dabas un guarrazo y te quedabas boca arriba, sobre el suelo helado, mirando el cielo vestido de nubes blancas, como la leche, o como el humo de leña verde. Y la calefacción brillaba por su ausencia; en la escuela, y en casa. Había noches que se nos escarchaba la manta en la espalda mientras comíamos, todos en la misma sartén, a la luz de un buen fuego, en aquella casa a las afueras del pueblo.
       Te he comprado, hijo mío, una silla tapizada de verde, el color que te gusta. Ese verde manzana, sí. Espero que estés cómodo. Es de plástico negro. Negro y verde, como en mi infancia. ¡Si es que la vida no deja de repetirse! Sí hijo, en primavera, en la primavera de mi vida los árboles eran verdes, verdes a rabiar. Y los troncos negros, oscuros bajo la frondosidad. El camino, todos los caminos eran de tierra. Corríamos al río, a meternos en el agua que bajaba de la montaña. Fría como el carámbano. Toda negra del lavado del carbón que hacían los mineros. Y sí, salíamos como tizones; pero fresquitos. Y riéndonos, riéndonos como locos, con esa alegría que da el mundo de afuera. Ya, ya sé que tú también ríes. Pero de otra manera. Ríes solo, en tu cuarto. Te oigo algunas tardes, desde la sala de la televisión. También te oigo toser, esa tos de animal atragantado; luego esputar. El tabaco, tanto tabaco en una habitación tan pequeña… Vale, vale, es tu vida. Pero es que uno es así, se preocupa por ti. Ya sé que a ti esto que te cuento no te importa nada, que todas estas pamplinas mías te dan nauseas, que con que tengas lo que pidas en el momento que lo pidas, es bastante. Pero debo decírtelo. He de decírtelo, porque yo no estaré siempre, y eso también es un hecho. Ya, ya, ya. No te pongas nervioso. No voy a dejarte colgado. Digo que yo algún día me moriré. Y te quedarás solo, en tu cuarto, con tus ordenadores, tus contactos, tus programas, tus pelis; con todo ese mundo electrónico.
       Te he comprado, hijo mío, una silla nueva, tapizada de verde, para tu cuarto. Si no te gusta, me lo dices y voy corriendo a cambiarla. No hace falta que me pegues.
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Tu padre, que te quiere.