domingo, 17 de junio de 2012

LA PASTILLERÍA


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          Cuaq de Cuatrocientos y Ocho de Observer, para los amigos Ceceo, levantó los doce pares de ojos y sólo vio el letrero: Pastillería La ilustrada. Ni se percató siquiera del lento pero inexorable e inquietante cambio al blanco del cielo. Eso no tenía importancia alguna para él; eso era cosa de Los Mecánicos. Como cada atardecer, el destello azul de las estrellas había comenzado, y con ello el lánguido descenso de la calima celestes, en tonos oro y plata; lo normal para la época del año. La quinta luna en la que vivían él y los otros diez mil madigraleños siguió orbitando en torno al planeta errante que ellos denominaban el Gran Madrigal. Sí, el mismo cuerpo celeste al que Los Antiguos llamaron, en un tiempo perdido en el recuerdo, Urano. Estas lecciones de astronomía eran cosa de la escuela, elementos olvidados, ese poso de recuerdo necesario a tener en cuenta en las adversidades; de momento, sólo compendios secundarios que les recordaban que eran finitos en un vacío infinito. Por eso Cecé, que es como nosotros llamaremos a nuestro protagonista, no vio más que el letrero: un tablero de cuatro metros de largo por cuarenta centímetros de ancho pintado de negro con bordes dorados y letras azules. Más importante e inquietante era para él lo que le traía a la tienda. Necesita asimilar un pastilla de historia antigua que algunos no dudaban en tildar de ciencia ficción y de la que le habían hablado nada menos que un viejo Observador y un joven Soñador. El título de la pastilla era algo largo y pomposo para su gusto. A saber: “La Tierra, ¿origen o paraíso perdido?”  
          ¿Que cómo es Cecé? Pues casi como la generalidad de los Madrigaleños de La Quinta que se dedican a la observación. Es decir, como un balón de rugby fijado, digamos que unido por lazos invisibles, a una plataforma metálica; ovalada ella a su vez e instalada sobre cuatro ruedas. Dos metros de alto y... Sí, sí, la altura es sin contar con los veinte centímetros de la plataforma. Y un diámetro de ancho, en su parte central, en torno al metro cincuenta. Tiene cuatro aberturas ovoides excretoras de seda y luz, selladas por una delicada membrana en forma de doble labio, casi como una boca humana, en la parte superior, haciendo un arco no muy pronunciado. El color del pelo, que lleva cortado a cepillo, le cubre por completo la parte inferior, dándole una apariencia de muñequito de terciopelo. Es rubio, aunque en este preciso momento del día, con la calima en plena evolución, parece más bien rojizo. Los doce pares de ojos están situados a dos cuartas del punto más alto de su ser, formando un cinturón de tonalidades variadas. Sí, cada par de ojos es de un color distinto. Los tiene azules, amarillo felino, rojo cereza, castaños, verdes esmeralda, etc. No, no llama la atención en su mundo. En Madrigal la normalidad es esto. Se reirían mucho de un humano de toparse con él. Porque ríen mucho, con una risa contagiosa, tan contagiosa como una gripe en cualquiera de nuestros inviernos terrestres.
         La pared sobre la que está el letrero de la tienda se viste con una capa impermeable de materia plástica, y sobre ella, en plan de adorno, un pequeño granulado de bronce pegado parecido al de una playa volcánica. Hay una gran luna en el centro de la pared. Tras ella se muestran las cajas de las pastillas recién editadas, en el centro, y las de los últimos seis meses a los lados, como complemento, casi como un adorno. Cecé abre la membrana de su cuarta abertura, la más próxima a lo que podríamos llamar su cintura, y excreta una luz roja sobre el botón de apertura de la puerta del comercio. No sobre el de la izquierda, sí sobre el de su derecha, el del lado de la luz. Desde el punto rojo se abre un óvalo de color verde, del mismo color con que están pintadas las paredes del interior; y seguidamente se extiende una rampa metálica tapizada de terciopelo azul. Las ruedas de Cecé se ponen en marcha y ruedan sobre el azul produciendo un leve siseo de placer. Hay una levísima descarga eléctrica que nuestro protagonista agradece con la excreción de tres puntos de luz en forma de triángulo, uno en rojo, uno en verde, y otro en amarillo. Los puntos de luz suben lentamente hasta el techo y al topar con él se desvanecen. Esto, entre nosotros los humanos, sería tanto como decir: Muy buenas tardes. El dueño de la tienda, que está al fondo, se le acerca y excreta a su vez dos puntos de luz, uno rojo y uno amarillo. Los puntos del tendero se entrecruzan entre sí durante un par de segundos a gran velocidad hasta que chocan y se convierten en una serpentina que cae al suelo y luego se desvanece. Esto, para nosotros, sería una respuesta jovial con una voz dulzona diciéndonos: Bueeeenas, Bueeeenísimas tardes, amigo.

A Ray Bradbury
IN MEMORIAM


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2 comentarios:

  1. Leeré, aunque no comentaré, pues deseo respetar el proceso actual del autor y no tengo muy claro cuales son sus deseos. Supongo que prefiere la libertad de la soledad en la creación, como nuestros buenos abades amigos habrían deseado para limpieza y purificación de sus almas. Bradbury, desde la inmensidad de la verdadera gloria, habrá leído esta entrada y se habrá sentido orgulloso del homenaje. Yo deseo que Iacob no se vea compelido a contestar, ni a sentir ningún tipo de presión en su escritura. Si la continua, que lo haga en libertad y sin compromiso, ni siquiera el de la amistad y el afecto, bien suyos o de nuestro común amigo Santiago.

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  2. Gracias Emilio, por este último comentario y por tus futuras lecturas.
    Un abrazo.
    Iacob

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