viernes, 10 de agosto de 2012

HOLA, SOY YO, IACOB

Blaise Pascal
POR ALUSIONES

     El gran ojo de la Quinta Luna Madrigaleña, Sr. Pascal, ese óvalo con niña del color miel dentro de un cuadrado verde de cuatro mil metros de lado, tiene cuatro mil terminales sinápticos. Son los cuatro mil observadores orgánicos que lo forman, cada cual con su consciencia individualizada, con sus vivencias únicas, con sus gustos, disgustos, aficiones y aversiones personales; son la potencia informática de la IAO, de la Inteligencia Artificial Observer, para entendernos, de una inteligencia artificial construida con componentes orgánicos, esos cuatro mil cuerpos -carne, y huesos, y sangre - pendientes de una única misión: observar.  
Jósé Luis Cuerda
POR ALUSIONES
     Nuestro Cecé tiene en esta estructura la importancia de un micrón, que no es poco, como diría el Señor Cuerda. Pero, pese a todo, pese al equilibrio mental y físico en el que está sumergido el devenir de sus días, él, nuestro queridísimo Cuaq de Cuatrocientos y Ocho de Observer, siente que es un ser desanclado de su verdadera misión, que la oficialidad de su vida ha perdido para él, cuando menos, interés. Hay en su corazón un desgarro producido por el no poder hacer lo que quiere hacer, que es investigar a fondo esa no pastilla de los antiguos, que es degustar esa pastilla de título tan extraño. “La Tierra, ¿origen o paraíso perdido?”, piensa. Hay, sí, una herida producida por tener que hacer, forzosamente, lo que está haciendo, este trabajo minucioso de observación. Así es. Es la primera vez que la voluntad tiene que tomar las riendas de sus acciones. Ésta es su vida, observar, éste su objetivo; pero, ahora parece que no tanto. Él es efectivamente un terminal más dentro de este ojo que a su vez ve a través de un potente telescopio de espejos segmentados; un telescopio de nada menos que diez mil metros de diámetro. Él forma parte de algo realmente extraordinario. Pero, ténganlo en cuenta, Cecé se siente, cuando menos, incómodo. Ha empezado, sin que él tenga conocimiento de ello, el punto álgido de un conflicto, del conflicto que hemos de relatar.  
Carl Sagan
POR ALUSIONES
     Este ojo, Sr. Sagan, es sólo una doceava parte del total. Comprenda, cada una de las doce lunas que conforman el Gran Madrigal tiene su ojo y su telescopio. Y todas y cada una de las lunas, a su vez, no son más que terminales sinápticos a nivel satélite de la gran consciencia orgánica que es Gran Madrigal, un ser vivo de entidad superior al hombre auxiliado por doce inteligencia artificiales, un viviente lanzado al espacio desde un punto indeterminado en el tiempo, a una velocidad de trescientos cuarenta y tres kilómetros por segundo que rasga la oscuridad de nuestro universo.  
     Cecé, como es natural en el orden cósmico de la relatividad puntual de cada ser, no sabe nada de esto. Su nivel de consciencia no necesita saber nada de esto. Sólo tiene acceso a los resúmenes de la realidad global que la ANE publica para todos los habitantes de quinta luna. Sólo conoce esas frases casi sin sentido que estimulan su imaginación. Porque, ¿qué significado tiene para él que se ha regresado a la Vía Láctea, que el Universo es una esfera, que se ha terminado la cosecha? Sí, ¿qué significa, finalmente, exactamente, que el tiempo es también esférico? Nada. Algo sin lógica, un espacio muerto que irradia sólo subjetividad. Todo esto es para él un acertijo, una estimulación a su razón de ser, un principio de acción que remueve los pilares de su yo. Pero también es un punto de interés y tensión, algo más que le incita, que le lleva al deseo. Cecé quiere saber todo sobre La Tierra. Ésta es su necesidad. Nadie vaya a preguntar ahora por qué. Nadie investigue qué oscuros resortes de su corazón se han puesto en machar para que esta urgencia sea.
     Gran Madrigal sabe. Gran Madrigal crea.
Iacob Shilenuss
POR ALUSIONES
     La figura humana - dos brazos, dos piernas, dos orejas, dos manos, dos pies – aparece junto a Cecé. Lleva puestas unas zapatillas de deporte, unos pantalones tejanos, un ceñidor de piel, una camisa a cuadros, y unas gafas de sol que ahuyentan la luz. Es un hombre con la máscara de la sorpresa y la extrañeza en la cara. Está así doce o trece segundos, con la boca abierta, inmóvil. Luego reacciona, sus músculos se relajan, y empieza la prospección. La intensidad de la mirada de los doce pares de ojos de la estatua junto a la que está cae sobre él. El asombro de descubrir la vida llega también con el parpadeo de Cecé. Alza la mano hacia la estatua viviente y la toca. La suavidad del pelo de nuestro protagonista y la tibieza bajo la piel erizan el cabello de su piel. Las membranas en forma de labio tiene el tacto de la hierba escarchada, humedad y aspereza.  
     - Hola – dice.  
     Pero Cecé no contesta, Cecé no puede oír, Cecé no tiene el don de la palabra. Cecé sólo se comunica con luz y seda, como todos y cada uno de los madrigaleños de quinta luna.
     - Hola, soy yo, Iacob. No tendrás una copa de vino, ¿verdad?
     Y no hay respuesta. La frontera está cerrada.
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