sábado, 8 de septiembre de 2012

Yo debí llamarme Simona

          Me llamo como me llamo gracias a mi padre. Fue él quien me eligió el nombre, quien, a pesar de todo, me lo puso. Y todo no es poca cosa, créanme. Fueron muchos pesares a capear. Mi abuela, por ejemplo, levantó la voz más allá de los límites marcados por el de-coro, en la catedral de Sama, mientras conversaba con el párroco de Pas, tras atreverse éste a contradecirla. Y todo esto estando en lugar sagrado. En otras circunstancias hubiera pasado cualquier cosa. Yo ni me lo imagino. En su distinguida familia, las primogénitas, siempre habían llevado el nombre de la abuela materna. Y eso era algo como la salida del sol por oriente, algo inmutable. Según esto, yo debía llamarme Simona, y cuando fuera adulta los hombres me llamarían Moni, y vendrían a tomar el té a las cinco de la tarde, a las cinco en punto de la tarde, a la inglesa, en la sala verde de El Dorado, un local de esparcimiento para gente bien muy de moda por aquellos años. 
Catedral de Sama
          ¿Se imaginan ustedes vivir una larga vida con ese nombre, lectorcitos míos? Menos mal; y todo gracias a mi padre. Él fue, sí. Él dijo no, un no rotundo, alto y claro.
         Estaban todos en la sala de estar de la casa nueva, sobrevolando el verde lamento de los sauces llorones del parque nuevo, por entonces recién construido, por entonces a la vera de las brunas aguas del Nalón. Hoy el parque está un tanto desatendido y la corriente baja limpia, limpia de aquella negrura del lavado del mineral. Mi madre fue a decir algo, pero papá la miró como miraban los hombres de entonces. Y ella calló, y se quedó con la boca abierta, con la rojez de la vergüenza pintándole ascuas en los mofletes de la cara. Fue un silencio mortal inundando la estancia. Tal el ahogo en las gargantas. Hasta mi abuelo levantó los ojos del periódico, se quitó las gafas de cerca, y lanzó sobre mi abuela un monosílabo interrogativo a caballo entre el disparo y la hartura. Pero no fue mi abuela si no mi padre quien le contestó.  
          - Que la niña se llamará Elia, y no hay más que hablar - dijo.
          El abuelo asintió, carraspeó, y volvió a la lectura. La abuela se levantó con un sordo bufido entre los labios, irguió la cabeza hasta el desdén, y salió de la habitación. El servicio siguió con sus idas y venidas de la merienda, pero nadie dijo una sola palabra más aquella tarde.
Puerto y Ría de Avilés

          Mi madre lloró toda aquella noche, y trece noches más. Por eso yo soy del signo del agua y las lágrimas me brotan tan fácilmente. El decimoquinto día vinieron mis otros abuelos desde Avilés, mi abuelo Marcos y mi abuela Jerónima, alertados por el excesivo lenguaje contenido de una larga carta recibida, y por más de alguna amenaza relacionada con la economía. Se sentaron padre e hijo frente a frente, como dos viejos sabuesos cara de póquer. Fue el abuelo quien rompió el silencio.

          - ¿Y qué demonio de nombre es ese que quieres ponerle a la niña, que ni está en el santoral ni nada?
          Mi padre dijo secamente:
         - Elia.
          - Tú estás loco, chaval.
         - Por eso precisamente, padre. A la locura sólo se la combate con locura.


Pola de Laviana

         Mi abuelo Marcos no dijo nada más. Por eso yo nací y crecí en Pola de Laviana, en una casa muy humilde y limpia al lado de la estación del tren, hija de uno de los capataces de la explotación minera de Coto Musel, una mina de montaña privada, hija de un sueldo suficiente para la holgura pero lejos de las ínfulas de la familia materna. Las vacaciones de papá las pasábamos en Avilés. De ahí saqué yo el amor por el mar, de la barca del abuelo Marcos. Mamá me llevaba muy de tarde en tarde a la casa sobre el parque, en Sama, casi siempre en la festividad de Santiago Apóstol, patrono de la villa, cuando la abuela Simona estaba un poco más contenta y se podía hablar con ella aunque fuera de cosas sin importancia.

         Ésta es la versión oficial. Me la contó mi madre cuando yo fui lo suficientemente mayor para comprenderla. Y mis abuelos, paternos y maternos, muchas veces después, cuando los años les habían borrado de la memoria el verdadero dolor de los afanes y todo estaba ya bajo ese barniz agridulce con sabor a castaña milonga que trae la muerte. La versión oficial estuvo siempre edulcorada con algunas pequeñas variaciones según el relator, pero todas dando en la misma diana.
          Y sí, lectorcitos míos, esta verdad, no es toda la verdad. Es sólo parte. Crecí como quien nace con una malformación íntima y cree que todos los otros son así, como tú eres, como si la normalidad en todas las familias fuera aquella lejanía para con los de Sama y aquella proximidad para con los de Avilés. Como si la normalidad no tuviera otra puerta y las pasiones ocultas no existieran.


El legendario
Café Gijón de Madrid

         Los ojos se me abrieron del todo y para toda la eternidad mucho tiempo después, hace ahora cuatro años, aquí en Madrid, a los pocos días de mi inicio como lectora profesional para la editorial Alfaguara, una tarde de otoño, en el Café Gijón, cuando el mundo se me había quedado sin parientes con los que compartir una Noche Buena, por ejemplo. Había quedado con Agustín Fernández Mallo y otro compañero de trabajo, a las seis de la tarde, para programar algunas acciones a realizar con la promoción de “Nocille Experience”. En la mesa tenía un café, un paquete de cigarrillos y mi bolso de cuero marrón color pan tostado. A esto se me acerca una señora mayor de pelo rubio platino, bien vestida, de ojos esmeralda y labios pintados de rojo. Me mira muy fijamente. Yo me quedo un poco parada, nerviosa.  

         - ¿Se le ha perdido algo, señora? - le pregunto.
         Pero ella no responde, me sigue mirando, obsesiva-mente. Yo hago ademanes de recoger todo y levantarme, pero ella me detiene.  
         - ¿Tú eres la hija de Alberto G. y Palmira Solís, verdad?
         - Sí - digo yo sorprendida del todo.  
         - ¿Y te llamas?
         - Elia - digo yo.
         - ¡Dios, sí que me amaba! Cumplió la promesa. Te puso mi nombre! 




4 comentarios:

  1. Disfruté con el relato, incluida la alusión a la Nocilla (que no me va, qué le vamos a hacer).
    Final magnífico que explica el empecinamiento del padre con el nombre de Elia.
    Un abrazo para Iacob y otro para Elia, con mi deseo para esta última de que no se embarque en experiencias que no sean propias.

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  2. relato muy bien contado !enhorabuena !! sea Simona , como Elia,los nombres , son muy auténticos los dos !! besoss

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  3. Un relato encantador, fluido. Elia es un nombre muy original, me gusta.
    Encantada de conocerte, te dejo un saludo.

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  4. El final deja muy buen sabor de boca, como las cosas buenas.
    Besos, Elia.

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