martes, 11 de noviembre de 2008

LEÍDO EN LA TERTULIA DE LA CALLE PAZ EL 10 DE NOVIEMBRE DE 2008

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EL ARCÓN MÁGICO

 

       Juan vivía en el bosque, en una cabaña que se había fabricado él mismo. Poca gente sabía que Juan vivía allí, en la soledad del campo, bajo las ramas y las hojas de las acacias, de los olmos, de los avellanos, de los nogales; al lado de un riachuelo de aguas transparentes con muchos peces.
       Juan era un perfecto desconocido.
       El tendero del pueblo le miraba entrar en la tienda, sin decir palabra, callado como la misma muerte; ni daba los buenos días siquiera. Le veía coger lo que necesitaba – una caja de clavos, una lata de sardinas, una sierra - y, así, como si no supiera hablar, con una sonrisa en la cara, le pagaba; le pagaba y salía por donde había entrado. Eso sí, los billetes eran nuevos, como recién salidos de las arcas del estado.
       Juan se hacía la ropa que vestía. Los pantalones, las camisas, los calzoncillos, los calcetines, las chaquetas, los abrigos. En su casa había un telar, un telar que había levantado él desde su propia imaginación, con sus manos rugosas, con sus manos de piel áspera, manos curtidas por el uso diario, fuertes como las del oso, y hábiles, diestras como las del pianista. También el calzado que cubría sus pies lo había fabricado él, con sus herramientas de zapatero y su paciencia infinita.
       Juan vivía en el bosque, caminaba por el bosque, hablaba con cada uno de los seres vivos que lo habitaban, ya fueran vegetales, ya fueran animales; les pedía permiso cuando tenía que utilizarlos para su subsistencia. Y todas las tardes subía a la montaña, a ver la anchura, la altura, la profundidad del mundo. Las puestas de sol en días claros, los atardeceres cuajados de nubes negras antes de dejarse caer sobre la tierra transformadas en lluvia, el ocaso rojo del los estíos y la limpieza virginal de un cielo lleno de estrellas. Le gustaba, el extasiaba ese momento maravilloso en el que Dios se pone melancólico y descubre para el hombre las verdades eternas.
       Cierto día, Anselmo, el tendero, intrigado por el silencio y por los inmaculados billetes con que Juan le pagaba siempre, le preguntó:
       - Oiga, amigo, ¿cómo se llama usted?
       Pero él no contestó. Le miró a los ojos, le sonrío.
       - Bueno, vale, no tengo derecho a meterme en su vida- dijo Anselmo.
       Luego de un rato, cuando Juan se acercó al mostrador, a pagar la mercancía que necesitaba, dijo:
       - Me llamo Juan y vivo en el bosque, solo; bueno solo no, con los animales, con los árboles, el aire, el cielo, las nubes.
       Anselmo no dijo nada, siguió registrando la compra.
       - Son treinta y cinco euros con cuarenta céntimos.
       Juan sacó el dinero, nuevo, como recién fabricado.
       - Oiga, amigo, y si vive usted solo en el bosque, y nunca sale de él; quiero decir, que sólo sale de él para venir aquí, a la tienda a comprar, ¿por qué siempre me paga con dinero nuevo?
       - Porque en mi cabaña tengo un cofre mágico. Cada vez que lo abro hay en él el dinero exacto que necesito para la compra.
       - Es usted un bromista, claro.
       - No, es la verdad – dijo Juan.
       Anselmo aquella noche no pudo dormir. Estuvo dándole vueltas y vueltas a lo que había dicho el hombre del bosque: “Es una tontería, una insensatez. Me ha tomado el pelo, ese Juan, o como se llame, ese solitario, ese extraño desconocido. Es un tipo raro, desde luego, huraño; y sus ojos son como el fuego. Es perspicaz, listo y callado. ¿Y si fuera un mago y hubiera de verdad, en su casa, un cofre lleno de dinero, un cofre que no se vacía nunca? Es una tontería; nada, duérmete de una vez. No hay nada así en el mundo”.
       Pero al día siguiente Anselmo le contó el secreto de Juan a Julián, el herrero, y a Pedro, el panadero, y a Joaquín, el hijo de la Benita, que había estado en la cárcel por un lío de faldas. Y todo el pueblo supo, aquel mismo día, antes de la hora del Ángelus, que en el bosque, cerca del riachuelo, vivía un mago, un hombre desconocido llamado Juan que tenía su casa llena de arcones repletos de billetes de quinientos euros, de alhajas traídas de oriente, de copas de oro con incrustaciones de rubíes y diamantes.
       Aquella misma tarde, Juan, desde la montaña, pudo ver el fuego que consumía su hogar.

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