jueves, 5 de marzo de 2009

EL HOMBRE DESNUDO

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          A las tres menos diez, el hombre rasurado se levanta del sofá.
     - Bueno, va siendo la hora, me voy a poner la bata.
     Su esposa y Manuel, su cuñado, están sentados en el sofá verde. Sacan los ojos de la televisión, en cuanto él hace ademanes de moverse.
     - Es pronto – dice ella -, a lo mejor viene el cirujano antes de la operación, a charlar un rato contigo, no sé, a darte ánimos.
     - La enfermera dijo que a las tres me desnudara y me pusiera la bata. Y ya casi lo son. Yo no les haré esperar.
     Coge la bata negra sin mangas de la cama. Va al armario, lo abre, coge una percha de madera y metal y se me mete en el cuarto de baño. Cierra el pestillo y siente que el mundo se queda afuera, y que su vida se queda con él, atascada en un recodo del tiempo, como esperando la llegada de algún autobús. Se mira en el espejo y se reconoce, pero sólo eso. El pelo muy corto, la barba, las gafas, la camisa azul. Pero los ojos del hombre del espejo no son sus ojos. Hay en ellos un fuego que él ha visto en otros hombres y mujeres, hace ya tiempo, cuando los uniformes grises de la policía entraban en las aulas universitarias y las porras llovían sobre las costillas de los estudiantes.
     - Tú eres tonto – dice – esto es nada.
     El hombre de la barba cana da la espalda al espejo. Se quita la camisa, luego la camiseta, luego las botas y los calcetines. Se baja el pantalón y el calzoncillo. Se siente desnudo, se siente indefenso. Está en un cuarto de baño, sí. Pero éste no es el de su casa. Allí se mete en la ducha y no pasa nada. Todo es natural. Aquí está por encina de todo la sensación de desnudez. Es como una moneda llamada desamparo que se le hubiera colado en los bolsillos. Y no tiene bolsillos. Por eso la moneda rueda por el suelo y se va a parar en una esquina para quedarse quieta, expectante, a la defensiva.
     El hombre desnudo se mira en el espejo, quiere ver sólo la imagen de su cuerpo. Y más que su cuerpo ve las cuchilladas del tiempo sobre él, la flacidez del cinturón de grasa bajo el estómago, el encogimiento y agrietamiento de todos sus miembros. Hay un botón de carne minúscula bajo el bello púbico, algo que ni cuelga. Nada, no hay nada allí en donde antes estuvo todo. Siente vergüenza.
     - Mierda. Tendrás que ir desnudo por todo el hospital, hazte a la idea, memo – le dice el hombre a la imagen del espejo.
     Se da la vuelta. Se pone la bata sin mangas que apenas le cubre las rodillas. Se hace un lío con el cinturón que anuda a un costado. Se mira de nuevo en el espejo.
     - Un saco chico, un saco de carne envuelto en una mortaja.
     Luego pone toda la ropa en una percha, mete los calcetines en una bota y sale a la habitación.
     Tiene que ponerse de puntillas para colocar la percha en el armario. Todo está al aire, en el aire. Cuando se gira para volver al sofá, Manuel, su cuñado, le mira con una sonrisa en la boca:
     
- Estás graciosísimo con minifalda. Pero ponte la camisa que vas a coger frío.
     El hombre desnudo, el hombre enfundado en una bata transparente sin mangas que no cubre nada, se vuelve hacia el armario, se pone la camisa azul. Luego se sienta en el sofá de una plaza que hay junto a la cama. Se queda inmóvil. Ahí, en ese axacto segundo de la infinitud, llega otra vez el silencio, ese silencio que sale de adentro y que se le queda a uno en la boca como una sequedad insoportable.
 

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