sábado, 7 de marzo de 2009

UN BESO EN LA FRENTE

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     Las tres y cuarto y nada. Las tres y media, y nada.
     - Os van a cerrar la cafetería – dice el paciente -. Podíais bajar y tomar algo.
     - No, hasta que no vengan por ti, no – dice la mujer.
     - Eso es una tontería. Que yo no coma, bien; el momento. Pero vosotros.
     - Ya pero es que cuando vengan quiero estar aquí.
     - Bueno como queráis.
     Las tres y cuarenta y cinco minutos, y nada.
     - Oye, bajaros, a comer, que la tarde se puede hacer muy larga. Que esto nunca se sabe. Dijeron que a las tres, sí. Pero seguro que no soy el primero, si no ya hubieran venido a por mí. Si soy el segundo, como tardan sobre una hora, pues hasta y cuarto seguro que no vienen. Anda, iros a comer.
     - No, yo no me voy – dice ella -, yo me quedo.
     - Bueno, pues bajo yo – dice Manuel – y me traigo unos bocadillos.
     - Vale, eso sí, dice ella.
     Manuel sale. Luego ella, detrás de él, para decirle de qué quiere el bocadillo. En esos dos minutos que ella está fuera, llega el encargado de la televisión.
     - Buenas tardes.
     - Hola – dice el hombre de la barba.
     - Soy el de la televisión. ¿Va a querer el servicio?
     - No, gracias – dice el hombre desnudo.
     El operario apaga la máquina, introduce una llave en la parte de atrás del televisor, la gira. El paciente sabe que ha cerrado el grifo, el grifo de imágenes, el mundo de imágenes que vibra al otro lado. Se siente solo, en medio del silencio.
     Entra ella.
     - ¿Has apagado la tele?
     - No. Ha venido el operario de la compañía que contrata el servicio y le he dicho que no lo quería.
     - ¡Hombre, si hay que quedarse esta noche, acompaña mucho!
     - Sí – dice él -, pero yo no tengo ganas de nada.
     Ella no dice más. Se le acerca, le da un beso en la frente. Se sienta en el sofá verde.
Luego llega Manuel, con los bocadillos y un par de botellas de agua. La habitación se llena con el olor a carne y a calamares.
     El paciente ya no tiene hambre. El estómago ha dejado de pedir nada hace ya algún tiempo. Está quieto, contraído sobre sí mismo, arrebujado en el lugar más oscuro del interior del cuerpo.
     A las cuatro y veinte llega el camillero. La camilla es alta.
     - No sé si podré subir – dice el hombre.
     Pero da un salto imposible, se encarama sobre la montaña, se tumba dócil, como un cachorro al lado de su madre. El camillero le cubre con una manta, le dice que ponga los brazos sobre el pecho, que se relaje.
     Mientras es arrastrado el hombre empieza a cantar, muy bajito, apenas un murmullo: “Me llamarán, nos llamarán a todos. Escrito está. Tu nombre está ya listo, temblando en un papel”.

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